Las cosas se parecen a su dueño

A mi edad, sospecho haber recorrido la mitad de mi vida. En el ámbito personal he hablado poco, andado bastante y observado mucho más, lo suficiente como para percatarme de los mínimos detalles que llenan de color y sentido la cotidianidad. Por ello, he arribado a la conclusión de que las cosas irremediablemente se parecen a su dueño; en ocasiones por coincidencia, en otras, por alguna razón aún desconocida. Una u otra da igual, la regla se cumple y el equilibrio permanece.

Para verificar lo dicho solo debemos sentarnos en un banco de parque, plaza o bulevar y desde allí observar confiada y serenamente avanzar un par de zapatos, un vestido, una chaqueta, unos lentes, un bolso o maletín. Luego, basta con centrar la mirada y examinar el pelo (su corte y peinado), los ojos, la nariz, la boca, el gesto, las dimensiones de la persona que le porta para evidenciar la armonía entre el objeto en cuestión y la presunta dueña. El vínculo trasciende la simple apariencia, pues se origina en la dimensión espiritual de las personas y la naturaleza intrínseca de las cosas. De ahí, que ninguna de las demás experiencias de observación, científica o empírica, nos resulte tan entrañable, divertida y placentera como ésta.

De lo que se trata es de percibir la armonía de los signos dada en la relación de sujeto y objeto. Ella es más que una complicidad visual, es conjugación de espíritu teatralizada, lenguaje nacido en el alma para expresar la afectividad por medio de contacto, cercanía y lenguaje silente. Su imagen sólo es una fachada de la intimidad existente entre cosa y persona. De manera que, con solo asumir un poquito de sosiego, podemos percibir cómo va la gente de un lado a otro en la ciudad proyectándose sobria, lúgubre, pintoresca, sensual, elegante, anodina, o según el horóscopo. Por consiguiente, es necesario abrirnos al mundo de lo ritual para entender esa idílica y confidencial relación que, además, tiene que ver con el secreto de los astros, de la cual no puede escapar casi ningún ser humano.

En efecto, a lo largo de nuestras vidas participamos de diversos vínculos privados, pero proporcionales a nuestros gustos, sentimientos y personalidad como los vitrales de una mezquita. Desde temprano en la infancia, empezamos a desarrollar el gusto y la creatividad en las conexiones que establecemos con las cosas que rodean y conforman nuestro mundo. No es extraño que cuando nadie nos ve conversemos con ellas sobre nuestras impresiones y problemas, las cuidemos y acariciemos con las manos o la mirada, sin que este vínculo relacional sea necesariamente fetichista. De modo que, vamos construyendo una conexión que tiene como base la sensibilidad personal, en la que poco a poco los objetos nos traspasan sus energías y viceversa. Asimismo, a cada uno de ellos le colocamos de una manera especial con relación a nosotros o en todo caso, nos ubicamos espacial y afectivamente con relación a ellos de una manera única. Esto último generalmente ocurre en nuestro vínculo con el medio natural.

Las relaciones señaladas son las que explican por qué se nos dificulta desprendernos de pertenencias materiales queridas, pero ya deterioradas por el uso o el transcurrir del tiempo. Son lazos en los que vamos creando empatías muy sutiles y peculiares, por cierto; y las percibimos en todos los ámbitos físicos de actuación humana, por ejemplo: casa, trabajo, espacio libre. Por ello, cada lugar de nuestra permanencia cotidiana debería ser respetado, porque encierra algo enigmático y sagrado que las demás personas jamás alcanzan a comprender. Sin embargo, lo más significativo de todo esto es descubrir que las vinculaciones entre sujeto y objeto, representan la gran armonía en un mundo en el que felizmente la razón aún no se ha bebido las subjetividades que fluyen de los individuos que habitamos la Tierra.

Así pues, las espontáneas experiencias de observación en ciudades culturalmente muy diferentes y distantes me han llevado a deducir que cada cuerpo animado o estático, sólido o líquido, material o etéreo adquiere una identidad propia capaz de concertar con otra, aun sea de naturaleza distinta. La diferencia está en que las personas, por nuestra condición de sujetos, aparentemente tenemos la supremacía en la relación y poseemos las cosas, incluso con sentarnos cerca de ellas a contemplarlas. De esta manera se explica por qué todo objeto hallado, vendido, regalado o poseído por cualquier vía alberga la expresión y el misterio ineludibles de su dueño.

 

Este texto pertenece al libro La Ciudad Cotidiana.