“Hoy, llevo y tengo la vida atada a un pregón
que madruga descalzo sobre el polvo y la aurora
donde se levantan pequeños cantores
descalzos cantores, pero siempre… siempre cantores”.
En países como el nuestro, con un alto índice de desempleo y un desbordado crecimiento de la pobreza, muy a pesar de las estadísticas oficiales, ser buhonero o vendedor ambulante es lo más común para sobrevivir en las zonas urbanas. Quizás por esa razón, cuando niño, igual que muchos otros criados en un barrio popular, tuve una larga experiencia como pregonero. Durante una década anduve atravesando la ciudad de un lado a otro, ejerciendo un oficio que nunca aprendí ni quise hacerlo. Me faltaba gracia, soltura, cadencia y melodía, pero sobre todo me faltaba atrevimiento. Sin esas cualidades la vida ambulante se convierte en un fracaso. La timidez es el peor defecto de un vendedor. Pregonar es un oficio que demanda ser creativamente extrovertido, al actuar ante un público desconocido e impredecible; y eso siempre me ha parecido una forma humillante de sobrevivir.
Con el pregón se busca una empatía con esa otra persona que está en la vía pública, en su casa o espacio de trabajo. Es un modo directo de llamar la atención y ofertar un producto o servicio como venta. Quizás esta manifestación oral sea la más antigua forma de publicidad, vigente todavía a pesar de los adelantos tecnológicos, como la Internet.
Tenemos, como en toda América Latina, una larga tradición de pregonar. Generalmente, el vendedor callejero seduce con su voz repleta de picardía y atrevimiento, atrae miradas al tiempo que hace volar la imaginación de sus víctimas; tal es el caso del vendedor de caña, que estacionado en la sombra de un árbol, exclama graciosamente: “Por un peso chupa, mama y goza un mundo, ven y compra el tuyo”; o del señor que avanza con un “burro” de quinielas en una mano, de esas que están a punto de desaparecer, mientras con la otra mueve insistentemente su tijera: “tli, tli, tli, papeles, a cualquiera se lo mocho, papeles, papeles, tli, tli, tli”. Es así como el pregón se torna jocoso, agresivo, insulso o aburrido, según el temperamento y el grado de profesionalidad, perfeccionado por el desdoblamiento de quien oferta. Ser pregonero es un arte, que hay que saber desempeñar para garantizar una buena clientela.
Pero, al observar más profundamente, el pregón también es la voz de un sujeto vencido, sin saber por quién ni por qué, como diría un cientista social. Sin embargo, su oficio lo revitaliza y entonces transita con buen ánimo por calles y peatonales atrayendo la atención sobre su mercancía. Es un actor que construye una ruta con su andar, a la vez que pretende dominar con su voz, un escenario y un público, también en movimiento.
El pregonero es un sujeto que cada día con su canto, juega a vencer las vicisitudes propias de quien sobrevive a la intemperie de la sociedad. Sabe muy bien olfatear la proyección de un día malo, regular o bueno. Generalmente tiene que sortear las variables del clima natural y social, lluvia o huelga, son las más perjudiciales. En un tiempo prudente, la persona ambulante llega a controlar sus necesidades fisiológicas con cierta pericia y si no lo logra, el entorno indiferente, privado y distante, le obligará a aprender. Además, el qué comer y el cuándo comer, dependen del éxito que haya tenido con su voz, la cual debe mantener simuladamente inalterable. Por tanto, es un sujeto que aprende a dominar la incertidumbre. Yo nunca tuve agallas para eso. Y ahora, que vientos ligeros soplan a mi favor, siempre que escucho pregones me producen una mezcla de indignación, nostalgia y solidaridad.
Ahora bien, desde otra mirada menos pasional, es posible valorar que muchos de los enunciados viandantes en un rostro infantil, de mujer abandonada o de hombre fatigado por el pedal de un triciclo, constituyen verdaderas obras de arte. Están construidos con palabras simples y familiares, pero con una carga simbólica que remite a erotismo, humor o picardía a partir de la idiosincrasia popular. En ocasiones, para darle un toque mágico, las repeticiones moduladas van acompañadas de gestos y sonidos onomatopéyicos o producidos por bocinas, silbatos, etc.
En fin, el arte de pregonar es complejo, pues supone poner en juego la psicología, la capacidad creativa y el dominio escénico. De ahí, que pueda ser considerado como una manifestación de la oralidad popular que forma parte del folclor, junto a refranes y adivinanzas, entre otras expresiones creativas de nuestro pueblo, que aún se escurren sobre elevados y túneles de la ciudad. Por todo lo dicho, es fácil concluir, que, sin los pregones, la ciudad estaría incompleta como una iglesia sin campana.
Este texto pertenece al libro La Ciudad Cotidiana.