La vigencia del magisterio de Gabriela

Los pueblos del mundo, en sus distintas etapas y procesos de desarrollo cultural, han contado con personajes que en el transcurso de la vida realizaron excepcionales aportes al desarrollo de la humanidad. De ahí que, en sentido general, los aportes de la ciencia y la calidad del arte de los últimos cinco mil años, nos enorgullezcan. Pero, ciencia y arte avanzan, se reafirman y alcanzan nuevos ámbitos bajo el amparo tutelar de la educación. En esta, hallamos figuras verdaderamente sorprendentes; desde los clásicos pensadores chinos, griegos, pasando por San Juan Bautista de la Salle, en Francia; Don Bosco y María Montessori, en Italia; Pedro Poveda, en España; hasta llegar al sencillamente profundo J. Krishnamurti, en la India. Ellos, entre muchos otros, en gran medida han aportado al desarrollo de la educación con calidad humana y capacidad de pensamiento reflexivo alcanzado por un incalculable número de personas en el globo terráqueo.

Mas, de este lado del Atlántico, en América Latina, tierra de nativos muertos y negros anónimos, la difícil tarea de marcar las pautas de la educación recayó en figuras no menos relevantes como Simón Rodríguez, Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Eugenio María de Hostos, Pedro Henríquez Ureña, José Carlos Mariátegui, Rosario Vera Peñaloza, José Vasconcelos, Paulo Freire, quienes, entre otros tantos, con su pensamiento y acción nos alumbraron los senderos del conocimiento. Ahora bien, el símbolo del magisterio se clavó temprano en la frente de la humilde chilena Lucila Godoy, cuando apenas era una adolescente que disfrutaba del campo, la soledad y los versos en su Vicuña natal.

A Lucila Godoy o Gabriela Mistral, como se hizo llamar, le tocó vivir en la primera mitad del siglo XX (Chile, 7 de abril, 1899 – New York, 10 de enero, 1957). Sin dudas, el período más difícil por el que ha atravesado la humanidad al tener que soportar dos guerras mundiales que se llevaron de la faz de la tierra a decenas de millones de mortales y provocaron la violenta desaparición de estados, así como la aparición de otros, en un acto sin precedentes de repartición de mundo. Era la época de afianzamiento de los imperios modernos, también del reinado del fascismo y el nazismo. Estos dramáticos acontecimientos tocaron en lo más hondo el alma de aquella mujer que amó el futuro de la humanidad dibujado en rostros infantiles.

Gabriela ejerció el magisterio con religiosa entrega durante dos décadas, aproximadamente. La ejemplar educadora llegó a ocupar los cargos de inspectora y directora de liceo, sucesivamente. La educación se convirtió en su mayor preocupación hasta el momento de su muerte. Así lo confirma la propia Premio Nobel en carta a su amigo José Pereira: «Alaba usted en mí lo único que me ha importado sobre el mundo: mis años de enseñanzas”. Esto explica el porqué de su escasa producción poética (Desolación, Ternura, Tala y Lagar) razón, además, por la que en la conferencia titulada «Cómo escribo” expresara: «La poesía es en mí, sencillamente, un rezago, un sedimento de la infancia sumergida». Y es que, antes que todo, Gabriela Mistral se sentía maestra.

Su labor educativa estuvo sustentada en un pensamiento de valores universales, en el que la fe cristiana, el humanismo y el sentimiento latinoamericano ocuparon los primeros planos. Así lo expresó en una entrevista a mediados de los años 20: “Soy cristiana de democracia total. Creo que el cristianismo con profundo sentido social, puede salvar a los pueblos”. Es este sentimiento cristiano el que caracteriza el acto educativo y la visión del mundo de Gabriela, llevándola a asumir una enérgica defensa de la paz, en momentos en que la humanidad se estremecía por las guerras.

La educadora vivió plenamente consciente de lo que significa para un pueblo el afianzamiento de su identidad a través del proceso enseñanza-aprendizaje. Son escasas las exhortaciones agudas, profundas como la que hiciera Gabriela Mistral en su prosa El grito: “Maestro: Enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí”. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano, extraño, y además caduco de hermosa caduquez fatal”.

No hay duda alguna, de que Gabriela sabía a plenitud que desde la educación era la mejor manera de aportar a ese sueño inconcluso que empezó a cristalizarse en el siglo XIX, con el proceso independentista de nuestras naciones, y que aún a mediados del siglo XX, tiempo de Gabriela, se vivía la angustia de la incertidumbre. Esa que todavía hoy permanece y nos llena de coraje.

En su rol de acompañamiento y orientación a los maestros, fue lo suficientemente precisa como para no admitir interpretaciones ligeras. Una muestra la hallamos en los 46 «Pensamientos pedagógicos» que publicara en Montevideo en 1923. El pensamiento No. 2 dice: «Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra».

Era aquello una concepción de la educación bastante revolucionaria para la época. Sugiere como punto de partida de la enseñanza la vida misma, la simple realidad cotidiana del estudiante, para culminar con la rigurosidad de la sala de clase y el solemne compromiso ético del maestro en su comportamiento diario. Más adelante, en el pensamiento No. 4 sugiere relacionar el proceso de construcción de conocimiento con la vida: “Amenizar la enseñanza con la hermosa palabra, con la anécdota oportuna, y la relación de cada conocimiento con la vida”.

Para Gabriela, el ánimo alegre del maestro vale tanto como un manantial de gozo para los niños. Por eso su pensamiento pedagógico No. 41 es sentencioso al exclamar: «El buen sembrador siembra cantando». Aquí queda claro, ella no acepta tristeza ni congoja en el acto educativo. Ese que abre puertas y ventanas del alma al porvenir.

Ahora, a 103 años del nacimiento de Gabriela y 35 de su muerte, suenan las campanas de conmemoración del V Centenario de América, mientras el silencio cubre el abandono de millones de niños que deambulan por calles de nuestra América, vedados de la educación. Y es este proceso formativo la principal mediación para descubrir el sentido de la libertad y la imperiosa necesidad de luchar por ella. La defensa de la paz empieza por el establecimiento de la justicia social, posibilitando, sin restricción alguna, el desarrollo pleno de las facultades humanas. Así lo han entendido los grandes educadores de américa.

En suma, de Gabriela retomemos su pensamiento, su acción magisterial, su tierno canto poético para que nos acompañen en la culminación del hermoso sueño de Duarte, Martí y Bolívar, sueño de América Latina.

*Publicado inicialmente el 8 de agosto de 1992 en el suplemento Isla Abierta del Periódico Hoy, Santo Domingo.